El
primero, y principal, propósito de este año presumiblemente mágico no es más
que seguir buscando retos y metas que me hagan genuinamente feliz. Pero no esa
felicidad happy hour, ni mister wonderful ni el ansia de ir sumando
ítems a una checklist mogollónica. Todo es mucho más sencillo y por ello más difícil. Para
empezar pretendo que las metas sean el camino, que las cosas avancen por un
sendero de estrellas y si al final llegan a su puerto que sea el resultado de
haber bailado la dulce danza de la victoria durante todo el trayecto. Se acabó
predicar en el desierto, las torres de marfil y los cuentos de terror con
promesas de final feliz. El tormento es una copa llena de veneno que derrama
malestar de estómago y no paga facturas.
Afortunadamente
las cosas sencillas, bonitas y prácticas han venido a darme una lección recién
empezado el año que, por otro lado, acabó atropellándome por dentro y por fuera como una apisonadora. Anoche fue la noche de reyes. Ya como Cartero Real pude
ver pasar la ilusión por ojos de los niños que venían, me contaban con ilusión,
vergüenza, miedo.
Pero cuando de verdad he podido sentir la
verdadera ilusión ha sido fuera de los cauces normales por los que transcurre
la burocracia de la vida. Este año la ilusión apareció como de sorpresa en ojos
que miran al cielo con inocencia, en ojos que se reflejan en el agua preparada
en cuencos para los camellos, en ojos que dicen más que las palabras que
escribe, en una ristra de cuentos que no se acaban por no irse a dormir la
noche más larga del año. Toda esa
ilusión, que ya parece que no cabe en el corazón de un adulto, me ha
contagiado, me ha despertado el deseo de esperar lo mejor de este año mágico,
de preparar las manos para abrazar un año que va a ser para retener en la
memoria. De pedir a los reyes tres regalos y que uno de ellos seas tú.
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