lunes, 29 de mayo de 2017

Pintando en la oscuridad

Cada persona tiene una luz en su interior, unos proyectan un rayo tan fino como un hilo que parece fácil de tapar por la luz de las bombillas, hay personas que son en sí un cañón de energía inagotable y centellean haya por donde pasan, otros muchos son un piloto intermitente que cambian de color a lo largo de los años y otros a los que, de tanto intentar cosas sin suerte, terminan por fundirse.

La vida, a partes iguales, se desarrolla entre la luz y la oscuridad. Así lo marca el sol y la luna, aprendiz del astro rey, que se deja iluminar por él como si de su mentor se tratara, mientras el universo, ese lienzo oscuro salpicado por lucecitas que están años luz de nuestros dedos curiosos completan el paisaje onírico.

Este sábado he tenido la oportunidad de ser invitado a dirigir un taller para representar al Aula de Bellas Artes de la Universidad de Alcalá de Henares durante su jornada de Open Day. El desarrollo del taller consistía en pintar sin mancharnos la camisa y dibujar, nunca mejor dicho, castillos en el aire. Dibujos que mueren en el mismo acto de nacer pero que gracias a una cámara, bendito ojo que todo lo capta, podemos inmortalizar.

El taller fue muy divertido y disfrutaron de él tanto los pequeños como los mayores, unos se atrevieron a dibujar, otros prefirieron ser los retratados rodeados de todo tipo de trazos y de luces. Al final, el resultado, además de las fotos, fue un taller de experimentación que abrió la mente a más de un sorprendido visitante. Y yo quedo muy agradecido al Aula de Bellas Artes, y a todos los compañeros que me ayudaron a llevarla a cabo, por dejarme estar y disfrutar de la actividad.

Hasta el bueno de Quevedo vino a visitarnos y se las tuvo que ver en duelo singular en plena oscuridad contra un contrincante de luz.


lunes, 22 de mayo de 2017

¿Dije que te daría la Luna?

Dije que te la conseguiría costara lo que costara, y me embarqué en un viaje que habría de llevarme al enfrentamiento de todos mis miedos, a subir los picos más altos desde los que saltar para ir luego a caer a los abismos más profundos. Así es como recorrí miles de kilómetros buscando encontrar las escaleras de roca que me subieran hasta arriba y conocí gente de todos los recónditos rincones del planeta que nada sabían de cómo conseguirla. Aprendí magia con la intención de llegar a levitar lo suficiente para poder atrapar ese globo luminoso que tanto ansiabas, pero mi aprendizaje se quedó en trucos para engañar tu vista y hacerte desesperar.

Empecé a leer sobre Neil Armstrong, sobre Julio Verne y otros muchos que se pasaron noches mirando la luna fijamente para ver si se daba por aludida y bajaba a saludar. Hice un breve curso de oceanografía, aullé como un lobo y, al final, sentado en un banco de la plaza dejé caer lágrimas a la vista de los demás. Desde entonces fui llamado el pobre hombre que mira a la luna.

De tanta obsesión por conseguir el satélite te pedí un sorbo más de tiempo, tú bostezabas distraída, yo me apuraba a salir una noche más a caminar bajo el frío manto de estrellas. Encontré un trozo de papel arrugado, lo puse sobre la luna y recorté la forma del cuarto creciente. Te llevé el resultado pero no te sorprendió. Decías que era más divertido cuando escupía cartas por la boca y sacaba flores de los bolsillos.

Seguí esforzándome, día a día. Vi todos los videos de Meliés, vi lunas azules, lunas rojas y escuché la sonata a un claro de luna de Debussy y luego Beethoven, aunque no fui capaz de percibir cuál de ellos se acercaba más. Al fin supe, al menos, que había en el mundo muchos otros locos que habían perseguido el mismo sueño que yo y eso me reconfortó y angustió a partes iguales.

A la mañana siguiente me levanté con un pálpito, salté de la cama, fui a comprar un trozo de cuerda y me marché hasta el final del día, donde acaba la fina línea del horizonte y se puede coger con dos dedos. Allí esperé a que llegara la noche, acompañado de un gato con un solo ojo que no se separaba de mi lado, quizás con la esperanza de que le diera una tajada de mi cena.

Al fin apareció tímidamente el astro sobre el horizonte. Yo, que estaba ojo avizor, no tardé en atar mi trozo de hilo a un saliente de la luna. Era más áspera de lo que hubiera imaginado y tampoco emitía luz propia sino que la reflejaba del sol. No obstante sujeté bien la cuerda y eché a andar hacia casa con la sonrisa en la boca.

Cuando llegué te llamé por todos lados y lo único que encontré fue una nota que decía “Me cansé de esperar, quiero en mi vida hechos, estoy harta de palabras. Adiós” La última palabra sonó a portazo en la cara. Me había quedado solo, no había siquiera acuse de recibo, ni el gato se había quedado a esperar su recompensa.

Luego pensé– ¡Qué diablos, las palabras son el puente que trazan siempre el camino entre dos imposibles, y la búsqueda fue lo que realmente valió la pena!