domingo, 28 de junio de 2020

Desmontando Rayuela


Rayuela es sin duda un libro que me ha perseguido toda la vida, o más bien al que he perseguido yo. Lo leí muy joven, casi sin entender que quería decirme, pero me fascinaban los juegos de palabras que plagaban todo el texto.

Unos cuantos años después me volvieron a incitar a leerlo y me fasciné de todo lo metafísico que respira el texto, la genialidad de las metáforas y la forma tan brillante de sumergir la fantasía en la realidad. También me encantaron los pasajes más emocionales y esos personajes tan increíbles, Horacio y su fascinante verborrea. Lucía y su emocional forma de ver la vida, navegando esos mares filosóficos. Me parecieron la pareja de ficción más fascinante y a la vez más cruel. Además me encantaba que Julio Cortázar nunca describiera físicamente a sus personajes y sin embargo les hacía un perfecto retrato psicológico a ambos.

Y a la tercera vez me pasó algo muy extraño. Me pareció muy crudo. Tan real pero tan crudo. Y me hizo un nudo en el estómago. Hay mucho dolor plasmado en esas páginas, casi tanto como belleza y empecé a cuestionar las palabras de Cortázar. Aunque no bajó nunca del altar que le profeso.

Muchos años después me decidí a poner imágenes a esos textos y regalé un par de libros con dibujos muy espontáneos en sus páginas y me sumergí de nuevo en la metafísica, en los juegos de palabras, en lo bonito y en desentrañar ese dolor que se desgajaba de algunos pasajes del libro y comprendí. Comprendí que estaban ahí para hacer espejo de lo real y que este tipo de obras hacen falta no para hacer dos lecturas, como propone el autor, sino tres, porque hace falta leer el libro de vuelta para saber a donde quería llevarte Cortázar.