Ayer
fue el día del libro. El día que aprendí a soñar fue cuando puse un libro bajo
mis párpados antes de dormir. Como hijo adoptivo de las musas me fui buscando
la sombra del árbol del palacio de las letras. Deambulaba por un dédalo de
callejuelas de la duda cuando di a parar ante una enorme puerta custodiada por
dos caballeros en duelo, uno era la Educación el otro la Cultura. Sin
decantarme por un vencedor crucé el umbral y sentí que un muro de letras me
miraba expectante desde su anaquel hasta que pude alcanzar el primer rellano de
la escalera.
En lo
que parecía estar a salvo de tan escrutadora mirada me alcanzó el veneno de una
música que sonaba desde algún lugar lejano de un patio donde alguien tocaba una
conocida canción de Yann Tiersen.
Las
letras seguían agazapadas en sus libros, mirando sin perder detalle de mis
dubitativos movimientos, hasta que llegué a ese patio renacentista, donde el
piano esclavizaba el talento de un joven intérprete que ahora buscaba con los ojos
cerrados las notas de Yiruma.
No pude hacer otra cosa que sentarme en una silla cercana,
como aquel que busca una derrota, mirar arriba y ver un bosque en la sala
superior, un paisaje lleno de conjeturas para entrar en un teatro mágico, no
para cualquiera, donde anidan las semillas de los cuentos por leer, de poetas
enturbiados por décimas de fiebre o dibujos que duermen en novelas olvidadas.
Pensé que era Borges
el demiurgo que hacía alarde de sus cualidades a través de mis sueños, pero
eché mano a mi bolsillo, vi que allí se alojaba un conejito blanco y sonreí a Cortázar, o a Sir Lewis, a Gabo y Cervantes tomando café de máquina, todos
estaban allí esperando.
Entonces abrí un libro y desperté de nuevo. Pero el palacio
seguí estando allí y era real. Y en él trabaja gente que lucha porque ese lugar
siga siendo un palacio, un templo, un refugio.
Y en ese momento me fui cabizbajo pensando que el templo
donde leí mi primer libro, el templo que debería ser el cordón umbilical que nutriera la
cultura del pueblo que me vio nacer no es más que el almacén de los olvidados,
una habitación donde los trastos se amontonan y no existe en la memoria de los
que dicen que mandan para ayudar a los otros.
Pensamos, o eso parece, que hacer política es buscar masas a
las que contentar, todo cuenta si hay un número suficiente para parecer
importante. Pero la realidad es que los libros son esos sabios tímidos que no
van a ir a abiertos a buscarte y para ello hacen falta letrados ilusos,
utópicos guardianes del lenguaje que aguanten impávidos como el pastel se come
por otros lados mientras se desdeña la educación, que implica directamente el
acto de comunicación, en pos del puro espectáculo cansino y descerebrado de las
urnas.
Rebusquemos en el tío vivo de nuestras infancias y
descubriremos que el verdadero glamour está en el Arte.