Hoy traigo el ejemplo más claro de como alguien llega a hacerse de oro. Seguro que muchos leerán esta reflexión con ansia de ponerla en práctica, luego con escepticismo y finalmente con frustración. Si no abandonan y continúan hasta el final quizás vean un resquicio de esperanza al fondo. Lo primero es confirmar dos premisas, que nadie se hace de oro de la noche a la mañana, y la segunda, el que es oro es porque ya lo era antes de que alguien viniera a confirmarle que lo era. Explicados estos dos aperitivos continuo mi discurso
Hoy me
he levantado con una sonrisa radiante, con la alegría en el cuerpo de que un
tribunal europeo me confirme lo que yo ya sabía hace tiempo, que tengo una hermana
de oro, ¡de oro puro! En Rimini, Italia, a 3 de abril del 2019, mi hermana se
ha llevado una medalla de oro en lo que la ha caracterizado toda su vida, la
voluntad férrea de hacer las cosas. No la felicito por el taekwondo, ni por la
disciplina marcial que conlleva participar en un campeonato europeo. Más allá
de eso creo que su mérito se construye de las pequeñas cosas que moldean en los
momentos de duda la clase de persona que es.
Porque
llevamos lustros viviendo y sufriendo que los medallistas son personas ganadoras obcecadas en su objetivo, que ha creado una generación de sufridores abnegados
que a veces roza la egolatría asocial escondidos en sus interminables
entrenamientos, sus dietas animalescas y cayendo, en muchos casos de élite lo
hemos visto, en drogadicción química para sostener un imperio en el aire.
En este
caso, el oro se lo lleva alguien para lo que esto del taekwondo es siempre una
segunda opción. El oro es para la que consiguió su cinturón negro con vida ya
en su vientre, la que mientras imparte sus clases mira con el rabillo del ojo
el móvil por si suena la batseñal de que algo le ocurre a su pequeño patrimonio carnal, la que se cuelga una medalla de oro con bracitos de niña cada tarde que
llega a casa después de entrenar.
No se
le entrega una medalla de oro, se le entrega una bombona de oxígeno para continuar
la lucha, se le otorga la confirmación de que sus esfuerzos, a veces más allá
de lo extraordinario, valían su peso en oro, le devuelven aquella sonrisa que
se le caía las tardes en que dudaba de todo y pretendía no competir, no
clasificarse, no viajar al europeo, no dejar ni un segundo el endémico puesto
de madre.
¿Eso es todo? ¿Alguien pensó por algún momento que iba a hablar de dinero? por supuesto que sí, partiendo de la base de que el tiempo es oro y se paga con pactos. Pactamos para darle nuestro tiempo a otros, unos por un rato, otros de por vida, y a veces no nos damos cuenta de la trampa de que no hay negocio honesto, ni trigo limpio, ni tiempo para todo.
No
habría oro si no hubiera padres batallando en la retaguardia, si su comprensión
de que todos los caminos de la vida se hacen por voluntad propia y no por unas
directrices basadas en un pacto contraído antes del nacimiento, si los abrazos
que recibimos de pequeños hubieran estrangulado nuestra libertad en vez de
darnos alas para soñar, si el fracaso hubiera estado alguna vez manchado de
culpas.
Ese es
el milagro del éxito, cuando llega, y de la vida donde no siempre es oro todo
lo que reluce.
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