domingo, 4 de noviembre de 2018

Detrás de la máscara


La máscara, una palabra que permite jugar con la metáfora, ese dardo directo al intelecto, casi de una forma inagotable. Hace casi mes y medio que me enfundé esta máscara y comencé a atravesar un túnel dónde por momentos no se veía luz al final. Puede ser que deambular tanto tiempo por la oscuridad me haya hecho creer que las luces de este fin de semana parecen un castillo de fuegos artificiales. Pero así es como lo siento.

A finales de agosto me maravillaba porque salía de un libro, acompañado de unos personajes de cuento que durante este último mes se han convertido en hermanos de carne y hueso, una familia muy peculiar, que no tiene motivos para dejar de crecer. Encontré a una bruja del sur que insufló voz a mis personajes de papel, y un superhéroe en busca de capa que domina como nadie el trueno y el rayo. A través de ellos encontré a un ejército de inocencia dispuesto a librar cualquier batalla que se le pusiera por delante.

Con estas peculiaridades llegó el momento, un loco buscando retos, dos payasos compartiendo hueso y como resultado una casa que de puro aburrimiento se convirtió en cáscara vacía de lo que debería ser. Llegamos, vimos y, de pura emoción, vencimos. Nos llovían las ideas, se encendían las luces y se nos vaciaban los vasos a altas horas del destino. De la manera que fuera, no voy a entrar en procesos, entregamos un proyecto de teatro inmersivo. No puedo estar más de acuerdo con la expresión, ha sido la experiencia más inmersiva de mi vida.

El guión fue una sucesión de casualidades cogidas con los palillos de una realidad que no nos hemos tomado la delicadeza de explicar (para eso están los epílogos como este) que se fraguan en las bambalinas de la escritura. Leopoldine, nuestra pequeña y misteriosa Leopoldine, fue la hija real de un célebre escritor, Victor Hugo (sí, nuestro Victor, el que aporrea las mesas) que tras la muerte de su hija, no por asesinato sino por accidente, provocó en el escritor tal estado de conmoción que empezó a frecuentar y organizar sesiones de espiritismo para intentar contactar con la difunta. Ese fue el disparador literario de una historia de fantasmas ambientada en una época victoriana que nos salía en todas las papeletas. Una vez liberados de los atados de la historia, forjamos los postulados del teatro inmersivo con la esperanza de pescar ideas en aguas que nos vinieran bien para el contexto. Llegaron las máscaras, llegó el circuito por una casa abandonada donde se respira teatro y llegaron la magia del sonido y la luz que nos han acompañado durante todo el proceso de creación.

Y llegó el momento de vestir a los personajes, de hilar una historia que los incluyera a todos, de rizar el rizo de todo lo que habíamos visto. Surgieron de las entrañas de nuestros pensamientos muñecas, niñas, un carnicero de almas, un ama de llaves con acento ruso, un cura abyecto, personajes todos surgidos de un imaginario colectivo pero con fines literarios dentro de este laberinto con forma de obra escénica.

Laberinto en cuyo centro se ha ido formando un estanque del agua de dos inundaciones que a punto han estado de llevar al limbo este nacimiento, estanque regado por las lágrimas de dolor de los participantes, otitis, fiebres, estrés, miedos escénicos, operaciones, hospitales e incluso una pérdida irreemplazable que congelaba la sangre de las venas de los que remábamos más cerca de la proa de este barco mecido por la tormenta. Bajo todo eso se ha extendido un manto de compañerismo, de ternura infinita, de mirar más a los ojos del de enfrente que a las cicatrices del propio cuerpo para confeccionar una red de confortable aspecto para mimar los tormentos personales. Un engranaje humano, un reloj infinito que finalmente ha bombeado terror, misterio y arte a partes iguales.

Bien lo decía mi personaje en la entradilla, “si viniste a buscar fantasmas por curiosidad o por morbo ya puedes quitarte esa máscara y salir por esa puerta...” aquí la sangre no ha sido más que un ligero sesgo en las lágrimas de unas niñas y la carne, bueno la carne incluso nos ha constado algún que otro disgusto sensitivo. Al final del velo lo mejor de este proyecto han sido los abrazos antes de empezar las funciones, los comentarios sobre los espectadores en la tregua entre escenas, los pequeños descansos para llenar la tripa de sueños y chocolate, las cañas con tonito después de cada ensayo, el noniná, el sonido de un piano o un violín siempre de fondo y en definitiva el trasiego de una familia forjada por amor al arte (aunque detesto el sentido malversado que ha devaluado esa frase) y que siento en lo más recóndito de mi alma que acabará sembrando, con aires de renovación, un nuevo amanecer cultural.

Y los que aún no crean en los sueños que sigan alimentando fantasmas en el fondo de sus conciencias.