lunes, 20 de agosto de 2012

¿Regalo o castigo?


Esa premisa siempre fue un motivo de disputas en mis círculos que me llevaban con cierta vehemencia a sentenciar con la cruel comparativa del vaso medio lleno o vaso medio vacío. Cuando ves que ese símil esta fuera de lugar, bien porque no queda agua en el vaso o el vaso se ha convertido en un amasijo de cristales rotos, me surge otro símil que dice que cuando el sabio señala la luna solo el necio mira al dedo. Puede inducirnos a error pensar que el bien y/o el mal depende única y exclusivamente de nosotros mismos, podemos pensar que nuestras capacidades, nuestra ética y moral o nuestros conocimientos pueden ser la línea que separa éxito de fracaso, victoria o derrota y, en definitiva, regalo o castigo. Indagando en mi manual de filosofía de bolsillo, o salteado de verdades universales que sirven única y exclusivamente a un servidor, saco de mi chistera un viejo truco de cartas que alguna vez hice en público, el de ahora estoy arriba y ahora estoy abajo, y veo que, como muchas cosas de esta incesante y taquicárdica vida, ya ha quedado obsoleto y anclado en un vulgar rincón de mi mente.
Volviendo al cauce de lo que me movía a desparramar de esta forma un carril de palabras, un rastro de migas, sobre si la vida es un regalo o un castigo me retraigo a la acción de observador y me reafirmo en la función de bardo, que fue lo que me trajo a este espacio compartido para contaros una historia más allá de los sueños. El relato empieza así: el principito creía que vivía solo, en su casa y en su mundo. Cuando creía que conocía su mundo llegaron los problemas en forma de baobabs, luego el aviador, la serpiente y empezó a conocer diferencias buenas y malas con su mundo alternativo. Siguiendo la estela de Saint-Exupèry continuaría el siguiente fragmento: ...un buen día el principito recibió la visita de un hombrecillo montado sobre un artefacto que se asemejaba a un planeta por arriba y un engranaje de relojería por debajo y se columpiaba en un continuo vaivén sobre el planeta del principito.
¡Para, qué me vas a marear!- dijo el principito. El hombrecillo, que lucía chistera y bufanda le sonrió y respondió- No esta en mi volar más alto ni más bajo, correr o parar. Somos péndulos. Vamos o venimos y todo lo contrario. Los que se paran, tarde o temprano se ponen en marcha, para bien o para mal ya sea por acción intrínseca o empuje extrínseco. Si estoy aquí es en gran parte un cúmulo de casualidades al igual que tú.
El principito, que no había asimilado el caudal de información que le llovía, asintió y dijo meditabundo - Yo siempre he estado aquí. Eres tú el que se mueve.
El hombrecillo se quitó el sombrero, se rascó detrás de la oreja y sentándose sobre la hierba de su planeta péndulo dijo suspirando- Tú y solo tú, eres el centro de tu propio equilibrio. Aprende a mantener tu propio equilibrio y cuidate de apoyarte en el equilibrio de otros péndulos porque pueden ocasionar un desequilibrio en el tuyo. Eso no significa que te alejes en cuanto veas venir otras trayectorias pendulares porque para conocer tu propio equilibrio habrás tenido que conocer el miedo a la caída, el vértigo y la velocidad a la que ruedan otros, más rápidos, más lentos y entonces empezarás a conocer tu tempo. Yo aún ando ajustándolo.
El principito se tocó el cuello visiblemente afectado por el vaivén del hombrecillo, Se tumbó sobre la hierba y respondió sonriente- Me alegro de que al fin me hayas enseñado algo.
-¿A qué te refieres?- Respondió el hombrecillo.
- A que a cada persona, independientemente de su tempo y de su orbita, hay que mirarlo de la forma que mejor nos siente. Y la mejor forma de verte es estar tumbado sobre la hierba sin moverme.
El hombrecillo rió a carcajadas y asintió. Luego añadió mientras se alejaba, o bien era el principito el que lo hacía,- El que se alegra soy yo, que sin ánimo de enseñar aprendo y y todo lo que aprendo lo recito y al mismo tiempo agradezco lo que me dices de lo que digo y admiro lo que aprendiste de lo que no se dijo.