Bastante
se ha escrito de las excentricidades de Hemingway, de Wilde, de Boudelaire, sin
llegar a encontrar nada divino en su naturaleza más allá de los garabatos que
los hicieron universales. Pero he aquí que el escritor aficionado, el
juntaletras, el maldito poeta, busca la inspiración bajo la lluvia, bailando
bajo los rayos, en las sonrisas reflejadas en los charcos. Luego escribe dos
líneas, las cree sublimes, se jacta ante sus amigos de su talento mientras que
la verdad de esta tragedia es que el verso se cuece, a fuego lento, en cada
palabra que se lee, en cada escritor que se imita, en cada décima que se
trenza. La inspiración se cocina tras las noches de bohemia, en la voluntad del
encierro y las sonrisas eternas de las musas, entiéndase por musa no toda la
pompa fúnebre del clasicismo más exacerbado sino una frase susurrada bajito
cualquier noche, un brochazo con intención de tres años o Rosa es una rosa es una rosa es una rosa…
De
cualquiera de las maneras digo lo que pienso y como pienso lo que digo de
cualquier manera pues al final va a resultar que el verso es diverso, la novela
se desvela y que el cuento lleva descuento y que no hay mejor tormento eterno
que escribir sin tiempo, sin poesía y con la cabeza de una guillotina rozando
cuello. Cerca de estos burdeles es donde se amotinan los mediocres, donde van a pastar los ciegos,
cogiendo palabras en la montaña de basura donde se fabrican las mejores
desgracias.
Luego
vienen Beckett, Brecht, Perec, te dan un cigarrillo, sin avisar te endiñan un
puntapié y te lanzan hacia tus miedos más interiores, los que te levantan a
pellizcos de la cama hasta que empiezas a destilar frases en el alambique de tu
conciencia y te das cuenta de que al fondo del pasillo a la izquierda está lo
que realmente te impulsa a ordenar una letra detrás de otra que no es otro que
el latido de un corazoncito mordisqueado por el gusano del deseo.
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