lunes, 17 de abril de 2017

Entrando en el laberinto

Hay viajes que te enseñan a mirar las cosas de forma diferente, a ver las mismas miradas en circunstancias muy alejadas, a naufragar en tus propias fortalezas. Este viaje no iba a ser diferente.

Cruzar un estrecho que separa físicamente una barrera de pensamiento, remueve miedos ancestrales, atraviesa carreteras olvidadas llenas de historias y paisajes de otros tiempos, ver la niebla abrazar las montañas que rodean un pueblo azul en mitad de la nada, un pueblo hecho para la mística y el disfrute de la persona acostumbrada a no salir de su centro de confort. Allí la vida transcurre entre relajado turismo y aldeanos que hacen de su más absoluta cotidianeidad una estampa de foto.





Para buscadores más emocionales ya está Fez y su laberinto de callejuelas donde la vida se gesta a cada minuto y en cada esquina. Una medina con más de nueve mil callejones, el bullicio atestando las calles, caldereros, palacios de mil y una noches cubiertos de polvo olvidado por el tiempo, curtidores, zapateros, una marea de sensaciones, búsquedas con la mirada, interacción en estado puro. No apto para cardíacos, no digno de cualquiera. Una vez atraviesas Bab Bou Jaloud has entrado en la madriguera.




Matar al dragón en su cueva y huir de nuevo a la naturaleza, la que devuelve la nostalgia, la que permite mirar al horizonte para sumergirte en la larga noche de los tiempos. Y encontrarse con Volubilis, los restos mejor conservados de una ciudad romana en Marruecos y que suponen uno de los puntos más alejados de los finos dedos del imperio romano. De Medusas y Hércules, de Calígulas y Caracallas cae el sol para dejarte sumido en una profunda paz, en un eterno descanso, en la sonrisa burlona de unos cuantos locos.



Pero no hay paz, ni fin de viaje sin mar, sin purificación, sin noche paseando entre calles de sal y olas acariciando tu oído. Y si hablamos de mar, y nombramos reyes, hablamos de fenicios, y hablamos de portugueses, y todo eso es Assilah, una medina anclada al mediterráneo de casas encaladas y pespuntes azules saltando por encima de las murallas que convirtieron la ciudad en la Puerta del Mar de la ruta del oro sahariano. El arte final corre a cargo de coloridos murales que artistas de todo el mundo plasman cada año en sus muros, lienzos para la ocasión.



Y volver a Tánger, un balcón de teselas y mosaicos de colores que mira a España con un suspiro pero cuya realidad resulta más prometedora que el presente de sus vecinos, dicen ellos que europeos, digo yo que desahuciados.





Y el mar, siempre al final de todo el mar.

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