lunes, 16 de enero de 2017

Descivilización deshonesta

Quiero contaros una historia que consta de tres partes y una reflexión. Empezaré por la segunda, luego la tercera y una reflexión fraguada por los años antes de contaros la primera de las partes cronológicas del suceso, que me generó un aprendizaje para compartir contigo.

Anoche tomé in extremis el último tren que salía de Madrid a Guadalajara. Es algo que me pasa mucho y que me crea la especie de euforia de haber retado al tiempo y haberlo vencido. Pero no es la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que al llegar a Guadalajara veo como el último autobús se va delante de mis narices y me queda por delante una buena caminata, que no desprecio porque me gusta caminar por la noche, llámame raro, y disfruto del silencio que me deja hablar alegremente con mis pensamientos. Una chica que iba en ese último tren no parecía pensar lo mismo que yo y me preguntó con cara aterrorizada si ese era el último bus. Yo alegué que no quería decirle que sí, pero mejor fuera a un videomarcador que había en la parada donde informaba si aún quedaba alguno por llegar. La chica se fue a la parada y también un chico africano, seguramente es más de Guadalajara que yo pero a buen entendedor no hará falta más detalles. Afortunadamente yo esa noche tenía la grandísima suerte de contar con que venían a recogerme a tan intempestivas horas y enseguida pensé que me hubiera encantado que otras noches, en las que no tuve esa posibilidad, hubiera aparecido alguien, quien fuera, y se hubiera ofrecido a llevarme.

Así que, después de que algunos viajeros más se montaran en sus respectivos coches y se largaran viene la segunda parte. En cuanto llegaron a por mí me monté en el coche y dije que, aunque tuviera que conducir yo, que por favor teníamos que frenar junto a la parada y preguntarle a aquellos dos chicos si podíamos llevarlos a algún sitio. La chica nos indicó que venían de camino a recogerla. El chico no abrió la boca hasta que la chica volvió a decir que quizás a él le vendría bien acercarlo a algún lugar. Yo dije que subiera y el chico susurró que vivía cerca de tal lugar pero cualquier sitio más cerca de lo que estaba la estación le venía bien. Yo empecé a llenar silencios despotricando un poco de lo inútiles que son esos que llaman servicios al ciudadano cuando un autobusero prefiere llegar a su casa a las 1 en un autobús vacío que volver a las 1:05 con tres personas a las que libra de bastantes problemas y a los que hace un buen servicio, descivilización en estado avanzado (todo esto dicho en un lenguaje más trabado y con más palabrotas, ya sabéis como rezuma mi bilis con estas cosas). El chico permaneció en silencio y cuando paramos el coche antes de salir dijo titubeando “muchas gracias, no sé qué decir, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas” yo me volví y le dije “mira, yo también me he quedado tirado alguna vez y no había nadie que pudiera solucionarlo así que si después de quejarme de aquello no hubiera tomado la decisión de ayudarte a ti hubiera sido muy cínico por mi parte, solo hice lo que a mí me hubiera gustado que hicieran por mi”. En cuanto se bajó del coche sentí como la sangre corría a tope por mi cuerpo, me sentía bien, vivo, fuerte.

La reflexión quizás es la parte más cruda y no me he molestado en cocinarla porque es un grito sordo como el del caballo del Guernika y contiene una dolorosa pero importante lección de vida. Con 17 años recibí dos puñaladas en una pierna por intentar negociar, cartera en mano, con un atracador con muy pocas luces. Este acontecimiento tomó tintes de drama porque mis padres estaban a menos de un kilómetro del lugar y sufrieron la noticia de que su hijo iba en una ambulancia porque le habían dado un navajazo y supieron poco más hasta que me vieron salir por la puerta del hospital. Después me quedaron cinco o seis meses de convalecencia y el susto en el cuerpo. Pero para mí fue un punto de inflexión en la vida. Me podría haber creado un trauma y no haber querido salir de mi zona de confort por miedo al agresivo mundo exterior. Todo lo contrario, me volví mucho más atrevido, más observador y más decidido y esta decisión en silencio ha propiciado resultados inesperados en escenas dantescas que se han vuelto a dar. Por lo pronto me encanta la noche, me parece mágica, más intensa, no me genera ningún tipo de miedo y no me importa pasear solo a altas horas. Unos cuantos años después, mientras cruzaba un paso de cebra, me di cuenta de que por esa acera caminaban cinco chicos con capuchas de chándal subidas y al menos tres de ellos llevaban palos o bates en las manos, no me tomé el lujo de observar que era. Apreté los puños dentro de los bolsillos de mi abrigo, no vacilé un solo paso y caminé unos diez metros entre los tres primeros y seguido de los otros dos. Luego giré hacia la siguiente calle que era afortunadamente la de mi piso y cincuenta metros después miré disimuladamente y no había nadie detrás. Pensé que o había conseguido volverme invisible o algo en mi seguridad los descolocó tanto que ninguno de ellos se atrevió a dirigirse a mí. A la mañana siguiente vi que el contenedor de la esquina había sido calcinado y aún humeaba. Yo, no obstante, subí un escalón en seguridad. Varios años después un individuo que me sacaba una cabeza se acercó en la calle y me dijo –¿Puedo ayudarte en algo?– le respondí –No, ¿Por qué?– y el sonrío mostrando una boca de pocos dientes y agregó –Eso es lo que me dijiste la noche que te topaste conmigo mientras yo estaba tirado en el portal de tu piso, te sentaste en el escalón y hablaste un rato conmigo con el miedo en el cuerpo, a partir de ese día me hablaste con naturalidad, saludabas al salir y alguna vez me ofreciste algo que comer. Hoy estoy en rehabilitación, no sé si volveré a caer en esta mierda, así ha sido la historia de mi vida pero lo que sí sé es que no me sentí juzgado por ti, pienso que eres un buen tipo y quería decírtelo– Esa conversación forjó buena parte de mi carácter. O esta tercera que nunca he contado a nadie pero hoy sale como una flema que quiero expulsar. Una noche volviendo a casa por la Gran Vía una prostituta extranjera empezó a ofrecerme sus servicios, de cincuenta fue bajando a veinte y luego a cinco por chupármela. Ante mis negativas se tiró de rodillas al suelo agarrada a mi pierna y llorando me gritó– Dame aunque sea un euro para seguir viviendo–. La levanté del suelo, abrí mi cartera y le dije–Mira, tengo cinco euros. Vamos a caminar un rato dirección a tu casa pero ni me digas donde vives, ni me vuelvas a hablar de sexo– Andamos juntos dos calles y la chiquilla, porque no era más que una chiquilla desvalida, no paró de llorar ni fue capaz de articular palabra (una lástima porque seguro que tenía una historia muy cruda pero interesante para un escuchador de historias como yo), luego le dije que siguiera hasta su casa y descansara. Y sentí de verdad no haber tenido 20 euros en vez de cinco (tampoco andaba yo nada sobrado entonces pero le habría regalado un caramelo de esperanza).

Conclusión, vencí mi miedo en todos los casos y conseguí darle la vuelta a una situación incómoda o agresiva producto de una descivilización de la que o no nos damos cuenta o bien miramos a otro lado consiguiendo que cada día vaya a más. Y me niego. No soy el remedio a todos los males y por cada acción buena la cago en tantas otras. Pero me niego. 

Ahora vuelvo a retomar de forma breve la primera parte que dejé sin contar. Yo. Sólo. En el andén del último tren. Llega un chico negro, con gorra, chupa de soldado, andar de tipo duro y móvil con música a tope, y no de Mozart. Todos os hacéis una imagen mental de la situación. Pasa a mi lado y lo miro, no con actitud de juzgar, pero sí con mi curiosidad inherente. Por respuesta recibo una mirada ofensiva, retadora, probablemente era gesto espontáneo del que ni se sienta poseedor pero yo bajo mi cabeza y me pongo a mirar mi móvil. No problem. No hay necesidad.

Punto y final, el chico, además de no estar acostumbrado a recibir ese tipo de ayudas civilizadas, pienso que enmudeció cuando le ofrecí subir al coche a causa de la batalla que había ganado en el andén. Yo no vencí en la final, sino que abrí una puerta a que si nos volvemos a cruzar en el mismo tren su respuesta sea muy diferente y si de paso le devuelvo un poco de espíritu en un mundo que, estoy seguro, para él es mucho más descivilizado y desesperanzador que para mí tanto mejor. El hecho es que puse la cabeza en la almohada y se me cayeron dos lagrimones mezcla de satisfacción y removida interior general. Luego me levanté y me tuve que poner a escribir.

Así que a veces sí que valen más mil palabras honestas que una imagen errónea y tras una portada bonita o fea hay que juzgar el texto de un narrador, un capítulo, cinco páginas, dejarlo reposar, hacerse la pregunta sobre qué se ha leído y entonces, y solo entonces, te darás cuenta de si el escritor está hablando de él o está hablando para ti.

3 comentarios:

  1. Quiero expresar de una manera admirable, pero sin resultar halagüeño, que como ya te he dicho en más de una ocasión (y si no ha sido así, o no he sido lo suficiente claro, espero zanjar dicha duda definitivamente), me pareces una persona extraordinaria. Esos que tan de moda estan por ser llamados cracks o artistas, porque además lo eres en muchos aspectos.
    Ya no sólo por tu forma de ser, por cómo te comportas o por ser quien eres. Sino además por cómo escribes, como te expresas, como transmites.

    Es un orgullo y un privilegio conocerte, y una gran satisfacción poder considerarte mi amigo.
    Si, puede que al final me haya excedido sobre mi supuesta contención inicial, pero es que eres... justamente eso. Extraordinario.
    Un fuerte abrazo, amigo.

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    1. Los pasos más importantes que hacen de una persona lo que llega a ser dependen en gran medida de aquellas personas que lo rodean en su adolescencia. Tu estabas allí por entonces, así que hay un reflejo de ti en todo esto también :)

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  2. Bravo. Bonita historia, bonito aprendizaje, y bonita persona. :)

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