No voy a desearte este año un feliz año nuevo, porque eso sería
poner mis palabras al servicio de la hipocresía y devaluar la felicidad hasta
el ínfimo estado de concentrar en un puñado de días, a modo de aleph, todo el
esfuerzo, los éxitos, las derrotas, las pérdidas, los dolores y todo tipo de
frustraciones de todo un año disfrazadas de sonrisas congeladas.
Todas esas experiencias que convirtieron las sensaciones de
todo el año en un grueso manto blanco sobre el que escribir con tinta roja lo
que ha de venir el próximo, escondido en cada esquina de un futuro llamado
incertidumbre.
No pretendo con ello sonar a trompetas de epitafio, sino
colgar una guadaña de tutela sobre la puerta
de nuestros futuros deseos. Porque con cada uno de nosotros se enciende una
estrella de esa sombra oscura tejida por la diosa Nix. Cada uno mira a su
estrella, tomando como propio solo el brillo de su constelación, olvidando
que lo más importante es ver toda la vía láctea como un sendero de personas que
están puestas ahí para llevarnos hacia
la eternidad.
Es por ello que quiero hacer epílogo a este año pensando en
que mi estrella titila, en que mi constelación se tambalea, pero que en mi órbita
por ese cielo que formáis todos me sigo sintiendo una estrella fugaz y
afortunada.
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