Ayer se presentó en mi pueblo el diseño de un desplegable
que cuenta la historia de su milenario castillo, un lugar que recuerdo y describo de esta
manera:
“Desde la Prehistoria a nuestros días, nunca el hombre
disfrutó de un paisaje único como el que se contempla desde lo alto del
Castillo de Castellar. Desde este balcón hacia el Estrecho tus ojos pueden
disfrutar de la visión simultánea de las dos Estelas de Heracles, o Columnas de
Hércules, que conforman el Yebel Tarik (Peñón de Gibraltar) y el Yebel Musa
como puertas donde confluyen el mar Mediterráneo y el océano Atlántico así como
los continentes de Europa y África.
Un castillo que te transporta a siglos de batalla, de reino
de taifas y corte nazarí, de leyendas de asedios, de califas y almorávides.
Pero si seguimos viajando hacia atrás por los dedos del tiempo podremos llegar
a una calzada de piedra que habla de legiones romanas, de Carteia y Corduba y así
podemos seguir campo a través buscando leyendas de Tartessos o tumbas
antropomorfas y abrigos donde se pueden encontrar vestigios de los primeros
moradores de nuestra civilización.
Un castillo no solo para visitar por fuera, sino para
visitar por dentro. Para dejarse embriagar por sus siglos de historias intra
muros, de sus batallas por mantener uno de los bastiones más importantes para
control del Estrecho de Gibraltar y finalmente por lo que es hoy en día, un
pueblito de casas encaladas donde artesanos y artistas viven para dar forma a
sus sueños.”
Hoy, que puedo hablar con una boca prestada, me gustaría
recordar brevemente a los lectores una parte de la historia de nuestro pueblo
que también me hubiera gustado incluir en este desplegable.
Es la historia de mis abuelos, que se ganaron a pulso todas
las palabras que pueda dedicarles.
Actualmente le debemos mucho al pantano, pero pocos saben de
primera mano cuanto sudor y sangre costó su construcción. En esas obras estuvo
a punto de morir sepultado, por un desprendimiento de rocas, mi abuelo
Fernando. Eso, afortunadamente, no le impidió envejecer contándome sus
historias de hambre en la posguerra y de cómo levantó su casa en Jarandilla con
sus propias manos. Yo entonces no era más que un crío y sus recuerdos ya no son
más que un puñado de arena entre mis manos. Aunque siempre me sentiré orgulloso
de que colaboró en hacer algo muy grande para el pueblo.
¿Y quién no conoce a Jiménez? El que levantó su negocio en
los Castillejos alimentando esas manos que construyeron el embalse. El que
compró uno de los primeros coches del pueblo, un Land Rover que sonaba como una
fábrica de tornillos pero que transportó arriba y abajo a muchos vecinos del
pueblo y siempre volvía cargado de recados para unos y otros.
Mi padre heredó el coche y el ánimo para servir a sus vecinos.
Y no se quedó solo en eso. Evolucionó. Decidió irse, aprender y luego volver. Y
usó su aprendizaje para ayudar al pueblo desde el Ayuntamiento cuando pocos
querían esa carga. Y cuando nadie quería mirar al castillo, él levantó la vista
y dedicó su tiempo y su esfuerzo por buscar presupuestos, cuando no los había,
para restaurar lo que parecía ya olvidado.
Y mientras mis padres luchaban también por educarme, aprendí
a leer en los ojos de mi madre la frustración de una guerra llamada política,
por las continuas críticas de los que no hacían nada y lo querían todo. Sin
embargo, a mí me enseñaban una lección de vida que hoy quiero compartir con
vosotros:
“Vete, aprende, nunca olvides tus raíces y algún día, si
puedes, vuelve. Y cuando consigas colocar una piedra sobre la que pusieron tus
padres, sobre las que pusieron tus abuelos, entonces, y solo entonces, estarás
haciendo historia” así que esto no es más que un granito de arena de lo que me
queda por hacer, si me dejan, si me ayudan.
Porque al final de todo esto, la única manera de hacer
CULTURA, con mayúsculas, es que esta historia se una a otras muchas historias.
A todas vuestras historias compartiendo un mismo camino y ayudando a levantar
vuestra propia piedra.
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