Salí a buscar mi sombra por los acantilados, a encontrar
nuevos dioses en otros lares que soñaran cumbres en la luna o abismos con
flores en el fondo. Quise encontrar estaciones vacías con sus respectivos
trenes a ninguna parte y pasajeros indelebles a los que contarles mis aflicciones.
Caminé hasta el Finis Terrae sumando, de oca en oca, hasta trece
mientras disfrutaba viendo llorar a las estrellas y tornarse la luna sangre. Me
fue lícito adivinar en Fez que los laberintos solo son imposibles en tu mente
y, al otro lado del mundo, que Kukulkán vendría a buscarme un equinoccio cualquiera,
ya estuviera en las faldas del Ararat o en el Top of the Rock. No era cuestión
de geografías, sino de inflexiones.
Eso me condicionó a volver para mantener intactos mis
paisajes salados, recoger besos en el aire para llenar de páginas mis tardes,
de sueños mis noches, de tempestades mis lunes. Siempre mirando a lo alto de la
escalera, donde habitan faunos, genios y Cervantes que con su ojo ciclópeo me
vigilan, mientras camino con mis hojas mal impresas bajo el brazo, sabiendo que un clic de su dedo abre puertas y bares o un
instante de purgatorio bajo un telón de miedo.
Después de mucho andar, un anemoi me advirtió que observara
las cosas desde la distancia, con los ojos del alma, para no correr tras el
viento, para aprender las formas en que la vida se desgrana con el mecanismo de
un cuento, aunque el fuego queme y el hierro mate, para comprender que todos
somos sombras, de un lugar a otro buscando un destino, un lugar en el que
encajar, demandando, tan solo, un día
más para ver morir el sol, esperando que un faro ilumine nuestras huellas al
volver a casa.
#palabrasalviento
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