Dije que te la conseguiría costara lo que costara, y me
embarqué en un viaje que habría de llevarme al enfrentamiento de todos mis miedos, a
subir los picos más altos desde los que saltar para ir luego a caer a los abismos
más profundos. Así es como recorrí miles de kilómetros buscando encontrar las
escaleras de roca que me subieran hasta arriba y conocí gente de todos los
recónditos rincones del planeta que nada sabían de cómo conseguirla. Aprendí
magia con la intención de llegar a levitar lo suficiente para poder atrapar ese globo
luminoso que tanto ansiabas, pero mi aprendizaje se quedó en trucos para
engañar tu vista y hacerte desesperar.
Empecé a leer sobre Neil Armstrong, sobre Julio Verne y otros muchos que se pasaron noches mirando la luna fijamente para ver
si se daba por aludida y bajaba a saludar. Hice un breve curso de oceanografía,
aullé como un lobo y, al final, sentado en un banco de la plaza dejé caer
lágrimas a la vista de los demás. Desde entonces fui llamado el pobre hombre
que mira a la luna.
De tanta obsesión por conseguir el satélite te pedí un sorbo
más de tiempo, tú bostezabas distraída, yo me apuraba a salir una noche más a
caminar bajo el frío manto de estrellas. Encontré un trozo de papel arrugado,
lo puse sobre la luna y recorté la forma del cuarto creciente. Te llevé el resultado
pero no te sorprendió. Decías que era más divertido cuando escupía cartas por
la boca y sacaba flores de los bolsillos.
Seguí esforzándome, día a día. Vi todos los videos de
Meliés, vi lunas azules, lunas rojas y escuché la sonata a un claro de luna de Debussy
y luego Beethoven, aunque no fui capaz de percibir cuál de ellos se acercaba
más. Al fin supe, al menos, que había en el mundo muchos otros locos que habían
perseguido el mismo sueño que yo y eso me reconfortó y angustió a partes
iguales.
A la mañana siguiente me levanté con un pálpito, salté de la
cama, fui a comprar un trozo de cuerda y me marché hasta el final del día,
donde acaba la fina línea del horizonte y se puede coger con dos dedos. Allí
esperé a que llegara la noche, acompañado de un gato con un solo ojo que no se
separaba de mi lado, quizás con la esperanza de que le diera una tajada de mi cena.
Al fin apareció tímidamente el astro sobre el horizonte. Yo,
que estaba ojo avizor, no tardé en atar mi trozo de hilo a un saliente de la
luna. Era más áspera de lo que hubiera imaginado y tampoco emitía luz propia
sino que la reflejaba del sol. No obstante sujeté bien la cuerda y eché a andar
hacia casa con la sonrisa en la boca.
Cuando llegué te llamé por todos lados y lo único que
encontré fue una nota que decía “Me cansé de esperar, quiero en mi vida hechos,
estoy harta de palabras. Adiós” La última palabra sonó a portazo en la cara. Me
había quedado solo, no había siquiera acuse de recibo, ni el gato se había
quedado a esperar su recompensa.
Luego pensé– ¡Qué diablos, las palabras son el puente que
trazan siempre el camino entre dos imposibles, y la búsqueda fue lo que
realmente valió la pena!
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