La libertad no se regala, la libertad se gana. Por ello
puede ser más angustioso que gratificante conceder la libertad que condenarse a
no tenerla. Y como siempre digo, la angustia es muy enemiga de palabras sordas
y oídos necios con lo cual voy a relatar la terrible historia de un
hombrecillo que un buen día decidió deshacerse de su propia sombra.
Una sombra, en superflua esencia, es una mancha que te
persigue por el suelo, una mochila que se cuelga de ti pero en la que no puedes
guardar nada, un gemelo deslucido, un imitador con una oscura personalidad, un
sucesor dormido o una mascota indeleble.
¿Por qué razón iba usted a tener intención de deshacerse de
su sombra? por estética, por capricho, por tutatis o por salud… Cualquiera de
los motivos viables no es justificación para extirparte un apéndice que, mire
usted por dónde, cuelga alegremente de ti desde antes de que fueras consciente
de ella y que a partir de ahí siempre ha estado alegremente agitándose al
capricho de tus actos.
Pero un buen día el destino le dice que tiene que
deshacerse de ella como sea a costa de su propio beneficio. En primer lugar y más asustado
que decidido, porque no hay mucha gente a la que un buen día se le aparezca el mismo destino a decirles estas chorradas, decide coger unas tijeras bien afiladas con firme determinación.
Tras sentir la desagradable tensión de sus músculos las suelta, suspira aliviado y pone un
poco de música, no recuerdo ahora si puso Zigeunerweisen o Paranoid. Después de
escuchar un par de veces la canción se acercó a las tijeras y volvió a aferrarlas
con más determinación aún. Con la otra mano cogió la sombra delicadamente para
no despertarla, como si fuera un paño de seda, y observó detenidamente que en alguna parte
donde la sombra linda con su carne hay una línea de puntos que pide a gritos
ser cortada. Es una línea muy delgada, casi invisible, porque si estuviera más a la vista cualquiera
podría ir por ahí cortándose la sombra y no es la idea.
Cuando empezó a cortar sintió una ligera presión, como
cuando se corta uno las uñas o se rasura los pelos con una cuchilla mala, y un lastimero lamento salió como del fondo de un profundo pozo, ya que al fin y al cabo la sombra también
es un apéndice de uno mismo y como tal llora con la pérdida de su humano
favorito.
Una vez resuelto el problema de extirpar su propia sombra
llegó un problema mayor. Una sombra no se puede tirar al cubo de la basura como
si tal cosa, en principio porque no sabemos si es envase u orgánica y definitivamente
porque es humana. El caso es que comenzó a pensar meticulosamente en la persona
que se haría cargo de su sombra de aquí en adelante porque en el fondo se estaría
haciendo cargo de una parte importante de él. Y no eligió a nadie.
Puede surgir impetuosamente la idea de que lo mejor que
puede hacer alguien por su sombra es dejarla en libertad. En libertad de que le
muerdan los insectos, le azoten los elementos, le persigan los perros y que por
las noches no lo deje descansar la oriunda idea de que alguna vez tuvo un hogar
donde dormía encima de una sillita roja junto a la ventana.
El hecho de quererse uno mismo implica pensar que su sombra
es una parte tan importante de uno mismo como la mano siniestra, el lóbulo de
sus orejas o el mismísimo trasero.
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