Y no lo decía Goya porque sí, lo decía porque lo veía. Porque
veía como el pueblo festejaba con vino la alegría de la vida en la eterna
pradera de san Isidro. Porque veía al pueblo dormirse en los laureles y no
sentir como sus monstruos iban haciendo su nido en las cumbres inaccesibles de sus
leyes. Y desde sus leyes convertir el mundo en una escaramuza perpetua, una constante
día tras días del acto de renunciar al libre albedrío, de renunciar a noches en los
brazos de Terpsícore, de Euterpe o Calíope y aprender a llorar por una limosna.
El sueño de la razón también produce monstruos propios, a
las sombras me remito, surgidos del desaliento, del andar sobre el abismo con
un alambre que no nos pertenece y un calzado que nos aprieta. De salir de la
zona de confort por el lado del barranco y no saber volver. De comer con
desgana, dormir sin sueño y hablar sin tener nada que decir.
También lo dibujo Goya y no lo dijo, que su aguafuerte entendía
tres niveles de complejidad: social, personal y utópico. Los monstruos que se
producen con la razón dormida son proyecciones de deseos que se buscan y que te
llevan más allá del abismo a cazar mariposas en un pantano o viajar al sol en
un bemol sostenido, o ver las sombras que te rodean y pintarles una sonrisa con
tiza.
Así es el sueño y esa es su razón, las sombras son sólo
proyecciones de nosotros mismos y de nuestro contexto, opresivo o no. Pero si
no me das un lápiz, si no me dejas bailar bajo la luna, si no me dejas
convertirme en mi propia cajita de música, entonces, querido gobierno, estás
creando monstruos de carne y hueso que te hablaran en un inglés que tú no
entenderás, te ajustarán las cuentas de esas que tú no llevas al día y te
escribirán discursos mucho más profundos que tu cantinela constante.
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