Sin ánimo de entrar en spoilers y discusiones acabo de confirmar, aunque mi doctora lleve meses
recordándomelo, que pertenezco a la estirpe de los Targaryen. Poco a poco las
escamas han ido cubriendo mi cuerpo, endureciéndose en las zonas más idóneas y
haciéndose fuertes aferradas a la epidermis. El invierno llegó, vio y venció.
Probablemente la soriasis debería llamarse la enfermedad del dragón porque cuando
la padeces el picor te hace hervir fuego del estómago, hacen que tengas ganas
de devastarlo todo a base de llamaradas y luego quieras huir a una cueva a
lamerte las heridas.
Tras bucear en archivos de ficción y viendo que esto se ha
convertido en un castigo eterno, al más puro estilo Sísifo, han conseguido que al
final reflexionara, me resignara y tomara la determinación de ser, eso, un
dragón. Un dragón en la fase tras la cual, cansado o herido de la guerra diaria
y de príncipes encantadores y su séquito de funcionarios pomposos, se dispone a
buscar refugio en un gruta lejos del mundanal ruido y rodeado de sus tesoros.
En mi caso, lejos de almacenar monedas de oro o, por contemporaneizar, billetes
de dólar, las montañas que hacen mi lecho son de papeles y libretas con el único
fin de permanecer enroscado haciendo espirales infinitas sobre escritos,
dibujos y un estradivarius de cuerdas rizadas.
El fuego de la batalla aún arde en mis pulmones, el humo
hace señales, pero las escamas caen y me vuelvo vulnerable. Quizás no nos
veamos en algún tiempo, estoy a punto de tomar un buen descanso, una siesta
larga, una petit morte y una póstuma cita con el fénix.
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